
Aquella noche no había sido tan calurosa como las demás. Rubén mantenía siempre una luz encendida para Edna. Rubén limpiaba cuidadosamente una arma de fuego mientras Edna se imaginaba ver estrellas en el techo de la recamara de Rubén. Si, es cierto, Edna una vez imaginó que en esa misma recamara, una vez, caían copos de nieve a montón, y que, ella y Rubén podían jugar con esa nieve, también es cierto que Rubén sólo había reído y disfrutado por el mero compromiso.
Sin embargo, aquella noche Edna era muy feliz y disfrutaba de sus estrellas pegadas en el techo. Esas estrellas brillaban como lo hacían por las noches de los bosques de Gerona, como en aquel bosque donde conoció a Rubén. Su hermano tres noches antes había sido ejecutado en Zaragoza; Edna huyo hacía Lérida con rumbo a Barcelona, sabía que El Batallón Barcelona le daría el auxilio y el refugio que ella buscaba. Rubén y otros soldados le recibieron. Fue cuestión de tiempo para que ella se enamorara de él, siempre le habían gustado los tipos insensibles y fríos. “Eso le traerá problemas serios a tu corazón”, siempre le advirtió su hermano, incluso poco antes de morir. Y era cierto, incluso Rubén era un tipo de duro carácter, casi un espécimen de semental humano, por lo menos eso reconfortaba un poco a Edna, Rubén sabía hacer el amor muy bien pero, después de la tormenta de sangre jamás llegaba el amor, Rubén nunca había tenido la decencia de preguntarle a Edna como se sentía o siquiera platicar de cualquier tema con ella. No, jamás había tenido la decencia, a pero eso si, él sabía empuñar muy bien su arma y matar a un gran número de soldados enemigos pero, un beso, un abrazo o una simple señal de calor humano parecía ser imposible para él.
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